Nadie jamás pensó que Venezuela, uno de los países más ricos de América Latina después de Brasil. Pudiese sumergirse en una arena movediza con una economía tan crítica como la que estamos viviendo. Hasta el más neófito de los venezolanos llegaría a la conclusión que somos muy malos administradores o por el contrario los mejores magos del mundo, que en sesenta años hicimos desaparecer una riqueza realmente impresionante. Lo producido en nuestro país durante esos años había servido para reconstruir a Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo lo que hicimos fue destruirla inexplicablemente. Y digo hicimos, porque todos somos responsables de esta crisis, uno por cómodos y los otros por anteponer sus intereses a los de la nación.
No voy a adjetivar esta última conducta, porque lo positivo sería reconocer nuestras fallas y a partir de ese momento emprender una cruzada, que evite nuevos actos administrativos que perjudiquen la actividad económica del país y su ciudadanía.
En tal sentido, estoy ganado a la idea de construir un nuevo país, donde Venezuela no sea ni de uno ni de otro, sino de todos quienes hemos tenido la dicha de vivir en esta hermosa nación.
Tenemos de todo y no tenemos nada.
¡Qué paradoja está! Petróleo, oro, diamantes, coltán, aluminio, hierro, uranio, y sin embargo el sueldo no nos alcanza para hacer un mercado decente.
Tenemos las mejores tierras del mundo, con clima tropical los doce meses del año y la producción agrícola es insuficiente.
Tenemos las mejores playas, los más bellos ríos, llanos, montañas, nieve y hasta desiertos y nuestro turismo permanece en el sótano de las prioridades productivas.
Total tenemos, pero no tenemos, porque no hemos tenido la voluntad y el coraje para hacer de nuestra tierra un emporio de prosperidad y estabilidad económica.
Comencemos a sembrar o nunca cosecharemos.
El país hay que sembrarlo y es la hora de hacerlo porque de lo contrario se morirá en nuestras manos.
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