Respetando los contextos históricos, los acontecimientos en América Latina, no distan mucho uno del otro. Por supuesto, porque todos tienen un origen común, y también consecuencias comunes. Todos son la resultante de las políticas aplicadas por los imperios y las multilaterales del crédito.
En una de estas columnas, en noviembre del 2020, escribí: “El neoliberalismo es un monstruo terriblemente agresivo, es como un cáncer, va comiendo y nunca sacia su voracidad. Es lo que está ocurriendo en este momento. En una avanzada sin precedentes, los gobiernos de turno han tomado medidas económicas cada vez más enemigas del pueblo, de un pueblo que arrastra medidas económicas que lo perjudican desde finales de los setenta.
Estamos en presencia de una oleada de manifestaciones que van de un lado a otro del continente, con un nivel de violencia que impresiona. Es la consecuencia de un entretejido social extremadamente complicado. Las manifestaciones están lideradas por jóvenes que arrastran el eco de las historias vividas por sus padres y abuelos, y que ellos mismos están viviendo en este momento, sin ningún futuro posible; pero, además, es como si se hubieran agotado las opciones. Por eso se lanzan al vacío: no tienen nada que perder.
Por otra parte, es muy interesante el hecho de que las generaciones anteriores, se han unido a la protesta. Ellos arrastran la carga de la derrota permanente: la de la lucha armada de los sesenta y las huelgas sindicales de los setenta. En un impresionante último aliento, siguen a sus hijos y nietos, con la esperanza de dejar la vida en el logro de algo que finalmente pareciera concretarse.
Donde comenzó este siclo de protestas. Digamos que en Chile cuando el pasaje del metro le fue incrementado a los estudiantes y éstos explotaron, en un país donde hasta el agua es privada. De eso hace seis meses.
Ahora las explosiones sociales ocurren en cualquier parte del continente y en cualquier momento: Brasil, acaban de matar a un afroamericano; Ecuador, vendido el país al Fondo Monetario Internacional (FMI); Perú, corrupción de la cúpula de la dirigencia del país; Colombia, un narcoestado en proceso de desintegración como país, tal como le ocurre a México; y en este momento, Guatemala, un parlamento incendiado, algo nunca visto en protesta alguna hasta ahora.
Estos alzamientos tienen dos características claves y debemos entenderlas en su justa dimensión: uno, no tienen vanguardia; y dos, son convocados vía redes sociales”.
Traigo el texto a colación porque vienen las elecciones de Perú, cuando ya se haya publicado esta columna. Con unas características similares a todas las demás de la región. Una Keiko Fujimori, despreciada hasta por su propio sector, pero que arrastra el consenso de todo aquel que ha vivido y explotado al pueblo con el cuento del comunismo y los camaradas que comen niños. Por cierto, es importante aclarar que esa fue una campaña desplegada en los sesenta y que mucha gente creyó “los comunistas se comen a los niños”. El enemigo está apostando todo a Fujimori porque ella representa sus intereses.
Y, por otra parte, los medios de comunicación han hecho un trabajo excelente en las masas, en el sentido de presentar a Pedro Castillo como el comunista que se comerá a los niños. Y aunque ciertamente hay un despertar en la conciencia colectiva, no es menos cierto que una mentira dicha mil veces se convierte en verdad, a decir de Goebbels.
Teóricamente y hasta en los números, el educador que usa el lápiz como logo de campaña, debería ganar las elecciones. Aunque en Perú, la derecha aplica las mismas técnicas que en el continente: la trampa y la campaña de mentiras por delante.
Castillo es un personaje atípico, característico de ese nuevo liderazgo que está surgiendo en el mundo. No tiene parámetros. No tiene referencias. No se sabe -en la esencia- si es de derecha o de izquierda, aunque se le conoce como un hombre de izquierda. No tiene una estructura organizacional más allá de su equipo que lo acompaña. Más allá de ser un hombre con equipamiento genital, inteligencia y formación, Castillo pareciera rechazar la estructura que podría sostenerlo en el poder, si es que gana.
Es una realidad de toda la región. Hasta el triunfo de Lenin Moreno en Ecuador, todos creíamos que Alianza País, el partido de Rafael Correa, era una poderosa estructura con capacidad de vencer al más pintado de la derecha de ese país. Y no fue así. De hecho, Correa, si acaso el mejor gobernante de su nación de los últimos cien años, ni siquiera puede regresar.
Y pudiéramos saltar a Bolivia, donde el MAS evidenció que tampoco era una estructura tan poderosa como se suponía, porque recibió un golpe de Estado, y la derecha mató gente. Y en ocho meses de nuevo en el poder, Luis Arce, de hecho, no ha podido hacer mucho, no porque no sepa qué hacer, sino porque tiene muros de contención en todas partes.
No me gustan las visiones apocalípticas porque soy un hombre de fe, pero veo que está surgiendo un nuevo liderazgo en la región, y en el mundo, que hace un esfuerzo por desmarcarse del pasado, de la izquierda derrotada de los 60. Pretenden enfrentarse a un enemigo que cada vez se hace más poderoso con la pura fuerza del corazón. Eso en mi opinión, deja una incertidumbre terrible. No saber hacia dónde ir. Y el enemigo no perdona. Allí está el ejemplo de Nayib Bukele en El Salvador, que no es un hombre de izquierda. Pero basta que diga algo a favor del pueblo y de inmediato recibe el jalón de orejas. Imagine a un presidente tomando medidas revolucionarias a favor del pueblo.
Caminito de hormigas…
Un camarada me refiere lo siguiente: “no solamente hay más dólares, sino que todas las negociaciones se están haciendo en dólares. El propio gobierno no quiere saber de bolívares. Y hay una pelea interna por el tema de que las instituciones cobren en bolívares, sobretodo alcaldías, notarias, registros y empresas del Estado. Sectores del alto gobierno se dice que fue una estupidez la emisión de nuevas monedas, porque igual nadie las quiere”.
Deja una respuesta