Este Viernes Santo, millones de fieles alrededor del mundo participarán en la adoración de la cruz, un rito que conmemora la crucifixión de Jesús y que forma parte de la liturgia católica desde hace más de 1.500 años. Sin embargo, el camino de la cruz, de ser un brutal instrumento de ejecución romana a convertirse en el símbolo central del cristianismo, es una historia compleja marcada por el temor, la reinterpretación y el poder de la fe.
En los primeros siglos posteriores a la muerte de Jesús, sus seguidores evitaban la cruz como símbolo de identificación. En las catacumbas romanas, lugar de culto clandestino, no se encontraron representaciones de la crucifixión. Arqueólogos como Cayetana Johnson explican que esto se debía a una mezcla de temor y vergüenza, ya que la crucifixión era considerada escandalosa y abominable, una forma de ejecución reservada para enemigos del Estado y criminales peligrosos, cuyo cuerpo era exhibido como advertencia.
Inicialmente, el símbolo primario del cristianismo fue el pez (Ichthys en griego), un acrónimo que significaba Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. Este símbolo también se relacionaba con el llamado de Jesús a sus discípulos a ser «pescadores de hombres» y con milagros como la multiplicación de los peces. No obstante, la cruz comenzó lentamente a ganar significado, con Padres de la Iglesia como San Justino Mártir reinterpretándola como símbolo del orden divino del cosmos.
Un punto de inflexión crucial fue la visión atribuida al emperador Constantino en el siglo IV, quien antes de una batalla vio una cruz en el cielo y escuchó la frase «Con esta señal, vencerás». Su victoria y posterior legalización del cristianismo impulsaron la adopción de la cruz como símbolo. Aunque inicialmente se trataba del Crismón (una combinación de las letras griegas Ji y Rro), la cruz gradualmente se consolidó como el emblema del cristianismo, un proceso que tomó siglos y que vio una evolución en su representación, desde cruces adornadas hasta las imágenes más cruentas de la Edad Media.
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