Todo comenzó el 7 de julio, después del mediodía. Los habitantes de El Cementerio, un barrio del suroeste de Caracas, comenzaron a escuchar tiroteos y corrieron a esconderse. Es su segunda naturaleza, habituados a las riñas entre bandas de delincuentes y las cruentas incursiones de los cuerpos policiales. Pero esa vez, el enfrentamiento fue distinto.
“Estuvimos encerrados tres días, como en las guerras que uno ve en las películas. Nuestra vida cambió para siempre”, dice Esther de Sussa, de 45 años, nacida y criada en ese barrio violento. De Sussa no se encontraba en El Cementerio cuando todo comenzó, estaba trabajando al otro lado de la ciudad y tuvo que luchar con las negativas de los taxis para poder llegar.
“Nadie me quería llevar pero, cuando llegué, agarré a mis hijos y subí a encerrarme, nos tiramos en el piso. No podíamos cocinar, ni andar por ahí. Es verdad que hay peleas y que uno escucha las balas, pero nunca nada como eso”, explica con el miedo en la voz, mientras recuerda haber escuchado detonaciones durante más de 20 horas seguidas.
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Del 7 al 9 de julio, muchos habitantes de zonas populares del suroeste de Caracas como El Cementerio, La Vega, la Cota 905, el Paraíso y la avenida Lecuna dicen que vivieron los enfrentamientos bélicos más intensos de sus vidas. Los videos y fotografías que mostraban el rugido de las armas y las víctimas se hicieron virales en las redes sociales.
Se trató de una serie de escaramuzas y reyertas entre la banda criminal de Carlos Luis Revete, un notorio gánster capitalino mejor conocido como ‘el Koki’, y los cuerpos de seguridad estatales.
Las autoridades venezolanas afirman que los sucesos dejaron un saldo de 26 personas muertas (22 presuntos delincuentes y cuatro efectivos policiales) y 28 heridos. Para poder recobrar el control de la zona, el régimen de Nicolás Maduro tuvo que desplegar más de 3,100 funcionarios y se calcula que unas 700,000 personas se vieron afectadas por la interrupción de sus actividades laborales y comerciales debido a la intensidad de los tiroteos.
Comandos policiales llegando a la Cota 905, el 9 de julio de 2021.
Hasta la fecha, aún no se sabe dónde se encuentra ‘el Koki’ –y sus aliados más cercanos– por lo que las autoridades ofrecen una recompensa de 500,000 dólares por cualquier información sobre su paradero
“Ahora nosotros somos sobrevivientes de todo esto, nunca tuvimos mucha libertad pero ver el barrio militarizado, los muertos, los heridos, eso no se me va a borrar, no puedo”, explica con desaliento De Sussa.
Expertos y analistas coinciden en que los incidentes de la semana pasada difieren de los habituales enfrentamientos entre bandas armadas y policías, se trata de una muestra de la pérdida del control territorial en la misma capital del país.
El Observatorio Venezolano de Violencia (OVV), una organización no gubernamental que monitorea la inseguridad en el país, registró 12,000 fallecidos en hechos violentos durante 2020. Esa organización advierte que, pese a la pandemia, eso equivale a una tasa de 45.6 por cada 100,000 habitantes, siete veces mayor a la media mundial.
A continuación, ofrecemos algunas características que los investigadores, y las personas afectadas, han expresado sobre los incidentes sucedidos en Caracas y sus posibles consecuencias.
¿Qué pasa en la Cota 905?
Los enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad y las bandas que controlan la Cota 905 ya llevan varios años. De hecho, el 22 de abril las redes sociales de Venezuela se inundaron de videos que mostraban a un grupo de policías, aterrorizados, que intentaban guarecerse ante una lluvia de balas de fusil.
La megabanda que lidera ‘el Koki’, que no solo controla todas las células criminales de la zona sino que de manera constante busca expandirse y anexionarse nuevos territorios, parece haberse consolidado durante el último año protagonizando actos cada vez más desafiantes del orden público. En la Cota 905 se ha visto de todo: disparos contra vehículos blindados de los cuerpos de seguridad, la toma del mismísimo club social de la policía, ataques contra comisiones enteras de la policía científica y cierres de la principal autopista de la ciudad, entre otras acciones.
“Lo que pasó fue grave porque se da en Caracas, en un sitio que está ubicado a 4.5 kilómetros de Miraflores que es donde está el presidente”, explica a Noticias Telemundo Ronna Risquez, periodista venezolana especializada en temas de crimen organizado y derechos humanos.
A Risquez le preocupa la intensidad y duración de las acciones registradas en el suroeste y las víctimas. “Prácticamente se paralizó la cuarta parte de las parroquias de la capital, esto muestra lo precaria que es la situación de estabilidad y seguridad del Gobierno. Luego está la cantidad de víctimas que son muchas, y eso es un balance muy rudo”, asevera.
Un elemento que diferencia la crisis de seguridad desencadenada recientemente en Caracas fue el armamento utilizado por los grupos delictivos. Según las autoridades, la banda que lidera ‘el Koki’ portaba armas de alto calibre, balas trazadoras, granadas y drones usados por los delincuentes para mapear las zonas que controlaban.
Luego de que los efectivos policiales finalmente lograron entrar a la Cota 905, aunque tomar el control les llevó un par de días, se incautaron más de 24,000 municiones, tres lanzacohetes, cinco fusiles, cuatro subametralladoras, seis pistolas, un revólver, y un rifle Barrett M99 —un arma que puede llegar a costar más de 6,000 dólares—. Además, se recuperaron 71 vehículos.
Carmen Meléndez, ministra del Interior, dijo en una rueda de prensa efectuada el 10 de julio que “el arsenal militar de guerra incautado es de origen estadounidense y perteneciente a las Fuerzas Armadas de Colombia”. La vicepresidenta venezolana, Delcy Rodríguez, anunció además la detención de tres supuestos “paramilitares” colombianos durante el operativo de pacificación de la capital.
“Fue una demostración de fuerza de las bandas de este sector contra el Estado, en respuesta a unas acciones policiales que se habían realizado días antes en otras zonas contra otros grupos delictivos”, explica Keymer Ávila, investigador del Instituto de Ciencias Penales de la Universidad Central de Venezuela.
Para Ávila, esas acciones acarrearán graves consecuencias, porque el Estado “fue clara y notoriamente atacado y agraviado”.
“Es posible que estas bandas hayan realizado un mal cálculo, sobreestimado sus propias capacidades y subestimado las del Estado”, advierte el experto.
Ante la intensa ofensiva estatal, los delincuentes no dudaron en retener a personas del mismo barrio con el fin de ganar tiempo y enlentecer las operaciones de la policía.
“Estuvimos dos días metidos debajo del mesón de la cocina, fue una pesadilla estar tan cerca de la comida y no poder preparar nada porque no había luz, y no queríamos que una bala perdida nos matara. Me dio muchísimo miedo”, explica María, una habitante de la Cota 905, que pidió mantener su anonimato por temor a las represalias.
Dice que el jueves 8 de julio es un día que jamás olvidará porque, a las 5 de la tarde, tocaron la puerta de su casa. Al abrir, vio a tres jóvenes ensangrentados y furiosos que le exigían salir a tocar cacerolazos porque “los estaban matando”. Uno se quedó en la puerta de su casa y le dijo que si “la cosa se ponía fea” la iban a secuestrar.
“Como pude agarré una olla y empecé a pegarle con todas mis fuerzas, uno no sabe qué hacer en esos casos. Al rato se fue, pero agarraron a varias personas del barrio como secuestradas mientras escapaban o los mataban”, explica aterrorizada.
Las autoridades dijeron que, durante el operativo policial, liberaron a nueve personas que estaban secuestradas.
Pese a que los habitantes de las barriadas más peligrosas de Caracas suelen tener un contacto directo con la violencia, en diversas entrevistas con Noticias Telemundo afirmaron que nada los había preparado para esto.
“El viernes a las 6 de la mañana fue algo triste ver a las madres con sus hijos, muchos niños pequeños, bajando cargadas de bolsos grandes para salir del barrio. Nosotros también tuvimos que sacar a mi nieto, mis dos sobrinos, y mi hijo antes de las 6:30 de la mañana”, explica Esther de Sussa.
Miembros de las fuerzas especiales (FAES) en un operativo en La Cota 905 neighborhood el 9 de julio.
En los tiroteos no se escuchaban los balazos “normales”, como la gente de los barrios suele decir en broma. De Sussa, y casi todos sus vecinos, saben distinguir un disparo de 9 milímetros, con su sonido limpio y casi frío, de los tiros de un revólver 38, espaciados y expansivos. Pero el estruendo de las ráfagas incesantes de armas de guerra, mezcladas con explosiones de granadas, el sobrevuelo de un helicóptero y los aullidos estentóreos de las personas heridas era algo que no habían vivido.
“Y empezó la represión porque para poder salir del cerro los policías te revisaban todo, te veían los bolsos, y te preguntaban para dónde ibas como si fueras un malandro. Fue muy fuerte”, comenta De Sussa, mientras recalca que en toda su vida jamás había tenido que abandonar el barrio por la violencia.
El domingo 11 de julio, De Sussa recibió la llamada de una señora que le contó, sumida en el terror, que su nieta estaba jugando con una piedra verde «muy bonita» que consiguió en la calle. «Era una granada, la policía tuvo que subir con chalecos especiales para quitársela a la niña de las manos. Nosotros no nos merecemos esto», dice entre sollozos.
Diversos grupos de defensa denunciaron que decenas de familias del suroeste salieron despavoridas al amanecer del 9 de julio, luego de sobrevivir a 48 horas de plomo. Otro Enfoque, una organización cívica, habilitó sus instalaciones para alojar a 30 jóvenes de la Cota 905 en una escena insólita de desplazamiento interno.
“Yo me siento bien en la Cota, pero cuando se arman esos tiroteos, así no, hasta yo me quedé en plena balacera. Y arranqué a correr para otro lado”, dijo una de las jóvenes, que prefirió no revelar su identidad, a la agencia EFE.
Tomar las avenidas
A nivel estratégico, otra diferencia fue la expansión de la zona que resultó afectada por los tiroteos. En general, estos enfrentamientos suelen quedarse en las fronteras internas de las barriadas populares, donde los grupos criminales ejercen un control de facto sobre las actividades de sus habitantes.
Pero la semana pasada, grupos armados recorrieron parroquias como El Paraíso mientras disparaban en las avenidas y gritaban: “¡Disparen a los edificios! ¡Nosotros somos el hampa!”.
“Fueron más de 24 horas de plomo parejo, lo primero que sientes es que no te atreves a moverte. Todos nos dormimos en la sala, y el estrés de las niñas era desesperante”, explica Tibisay Guerra, directora de la organización Autores Venezolanos, que vive en un edificio cercano al epicentro de las escaramuzas entre los policías y las bandas.
Guerra ha vivido en esa urbanización durante más de dos décadas y, pese a su nombre idílico, siente que durante unas horas se convirtió en un verdadero infierno. También salió a refugiarse con sus familiares en otros lugares, mientras la batalla continuaba. “Yo intentaba calmar a todo el mundo pero la presión es tan fuerte, los impactos se escuchan tan cerca, que literal sientes que las balas silban. Entonces también me ponía a llorar”, dice con frustración.
“Vimos ataques frontales contra la sede de la Guardia Nacional, y eso es increíble. Estos criminales creen que son capaces de enfrentar a las fuerzas de seguridad en su propio terreno”, comenta Phil Gunson, analista de Crisis Group.
Gunson, y otros expertos, señalan que la propagación de las actividades delictivas hacia otras zonas de la ciudad es un signo del desmantelamiento de todas las instituciones del país “El sistema de justicia criminal, la policía, los tribunales, las cárceles y la fiscalía no funcionan. Todo se hace por la fuerza, entonces los criminales piensan que lo único que necesitas para sobrevivir en esta selva es más armamento, más dinero y más vínculos con el poder político”, asevera.
La gobernanza criminal
Ante la duda de cómo una banda de delincuentes pudo crecer bajo la mirada del máximo poder político del país, es decir, la presidencia, los expertos suelen señalar diversas causas pero todas se vinculan al discurso político y los cambios impulsados por el actual régimen.
Gunson rastrea el origen hasta el discurso político de Hugo Chávez, líder fallecido de la revolución bolivariana. “Chávez creó una especie de esquema de franquicias para ceder el control de amplios sectores del territorio, tanto en las áreas rurales como en las ciudades, a grupos armados que lo apoyaban y, con el paso del tiempo, los delincuentes empezaron a tomar el control y a negociar de frente con el Gobierno”, explica.
Risquez ve a la banda que lidera ‘el Koki’ y su saga sangrienta como una variante más de la gobernanza criminal, un concepto académico utilizado para explicar las dinámicas de las zonas controladas por delincuentes que imponen normas de conducta a sus habitantes.
Se trata de un fenómeno común en muchos países latinoamericanos y que se traduce en situaciones anómalas en las que las bandas ocupan ciertas funciones del Estado como cuando, por ejemplo, el narco repartía despensas en México, también es el caso de los barrios que Pablo Escobar ayudó a construir en Medellín o la “justicia vecinal” que ‘el Koki’ impartía en la Cota 905 cuando las personas le pedían que ayudara a resolver sus conflictos.
“El Gobierno dejó que esa banda actuara y se articulara. No hicieron nada para controlar esa situación, y como la pandemia empeoró la crisis económica del país muchos jóvenes preferían trabajar con él porque pagaba en dólares”, afirma Risquez.
En 2015, la policía tomó la Cota 905 pero la banda persistió y prosperó, presumiblemente gracias a un acuerdo con el régimen que buscaba pacificar algunas zonas de la ciudad ante la avalancha de protestas ciudadanas sucedidas por esa época.
“Es probable que, en un par de meses, la banda se rearme y vuelva a tomar el control porque lo que pasa en esa zona no se resuelve con armas o tácticas violentas sino con políticas integrales de educación, acceso a la alimentación y políticas públicas”, asevera la experta.
Por su parte, el régimen de Maduro asegura que los tiroteos fueron planeados por la oposición venezolana y mostró unas supuestas conversaciones de Whatsapp para justificar sus acusaciones. Se espera que se emitan órdenes de captura contra diversos dirigentes de los partidos opositores, aunque el exdiputado Freddy Guevara ya fue detenido el lunes por los delitos de “financiamiento al terrorismo, asociación para delinquir y traición a la patria”.
«Es, evidentemente, una detención con fines políticos, completamente absurda», dijo Juan González, abogado de Guevara, sobre la situación de su defendido, y anunció que apelará contra la medida.
Además, ese mismo lunes un grupo de agentes de seguridad del Estado se presentó en la residencia del líder opositor Juan Guaidó y lo retuvo unos minutos en el estacionamiento de su residencia, aunque no ha sido detenido hasta el momento. Dos días después Nicolás Maduro dijo en una rueda de prensa que solicitará la extradición del líder opositor Leopoldo López que se encuentra exiliado en España.
La arremetida de Maduro contra el liderazgo opositor sucede mientras una misión de la Unión Europea evalúa si es posible desplegar una comisión que observe las elecciones regionales y locales de noviembre, además de las negociaciones para el levantamiento progresivo de las sanciones estadounidenses y una posible resolución al profundo conflicto político venezolano.
Mientras tanto, muchos vecinos del suroeste de Caracas juntan fuerzas para superar el trauma colectivo que representó los tres días de la semana pasada. En la mañana del viernes 9 de julio, cuando los tiroteos cesaron por un momento, Tibisay Guerra subió a su terraza para ver el Ávila, la montaña que rodea a Caracas.
Guerra solo quería disfrutar de un breve momento de paz, antes de que los balazos se reanudaran. Pero el horror no le dio tregua: una de sus mesas de cristal, donde suele sentarse con sus amigos, había estallado en pedazos por una bala perdida.
“Es la primera vez que pienso en mudarme. De verdad, me quiero ir, porque no puedo volver a vivir eso”, dice con espanto.
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