Hace años, lo que despabiló a los chilenos fue “la cuestión del sacristán”. Era el siglo XIX y la intensidad de la pelea por la separación Estado-Iglesia hizo que los chilenos en masa se preocuparan de las cuestiones públicas.
Desde ahí en adelante, dice Alberto Edwards, la cuestión religiosa volvía a cada rato contribuyendo a democratizar nuestra política. Luego, después de un siglo revuelto, nos retrotrajimos: desde los 90 la chispa se fue apagando hasta que se nos olvidó lo que era una Carta Magna, a pesar de creernos ingleses, jaguares o lo que sea. Incluso, al casi eliminar educación cívica en los colegios, nos alejamos de nuestro modelo felino de Estados Unidos, donde prácticamente le rezan a su Constitución. Allá, ser adolescente en momentos como Watergate o Vietnam te hace más o menos liberal o conservador.
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Acá, en cambio, esos eventos te despabilan: la paz de Eliseo Salazar en Indianápolis, el “MKII” y una que otra pelea para aprobar el divorcio, se acabó con el estallido social. Una paz, en todo caso, no tan chilena: el mundo entero estaba sumido en la “gran moderación”. Y así como la pandemia hizo florecer contumaces expertos en epidemiología sobre un virus que nadie conocía —terapeutas familiares, estadísticos y gremios incluidos—, el estallido hizo preguntarnos donde estábamos. El espíritu rondaba ya hace un tiempo gracias a las redes sociales, el ascenso de la demagogia y el taponeo del binominal y generacional en política. Y en estas elecciones, donde menos dominan los partidos, la estrategia y el territorio, se consagró ese espíritu demoníaco de los tiempos: la modernidad.
“Boric terminó su discurso reivindicando a la sociedad civil en alianza con el partido político más anti-sociedad civil del planeta. Es como que Sichel hubiese terminado su discurso con arengas en pos de elefantes y huemules, pero abrazado con el rey Juan Carlos”
A pesar de la regresión civilizatoria a la que nos están arrastrando nuestros pusilánimes políticos, los votantes se pronunciaron: no quieren opresión —conservadurismo— ni violencia —adiós PC, y que escuchen los constituyentes—. El PC, además, tuvo años de prensa con un “gran alcalde” y a mucha gente insistiendo con la idea de que Jadue, en realidad, “no era comunista”, gracias a una nueva ciencia estadística de frontera: no “había evidencia” de que hubiese cerrado medios o coartado libertades como lo hacen otros regímenes comunistas.
Boric es moderno, pero solo comparado con Jadue. Si siguen juntos, veremos si ya no corre el dicho de sus amigos: “es un líder que no lidera”. Es fácil condenar a Maduro hoy; había que hacerlo en 2015 —y a Chávez antes—. Terminó además reivindicando a la sociedad civil en alianza con el partido político más anti-sociedad civil del planeta. Es como que Sichel hubiese terminado su discurso con arengas en pos de elefantes y huemules, pero abrazado con el rey Juan Carlos. Que Sichel abrace mejor a los partidos y a sus diferentes sensibilidades. Su propuesta moderna y renovadora sin partidos es imposible, y los partidos sin él, también. Solo dependerá de egos. Harta pica le deben tener.
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