Si hacemos un sondeo de opinión pública en cualquier país de América latina y abordamos el tema de la imagen y reputación de los dirigentes políticos, sean del gobierno o de la oposición, un tema recurrente será el de la corrupción. Las razones para ello sobran, ciertamente. La combinación de una frecuencia demasiado alta de escándalos de esa naturaleza; medios de comunicación que los denuncian; adversarios políticos que los usan como forma de atacar al acusado y de establecer una comparación favorable hacia sí mismos; la noción del Tesoro público como un botín del que todos quieren tomar su parte; son elementos que, entre otros, explican tal fenómeno.
Lo más peligroso, sin embargo, es la variedad de percepciones simplistas que eso genera, desde las que personalizan el asunto (“estos gobernantes actuales son corruptos, pero basta con poner en su lugar a gente honesta”); lo culpan de todos los problemas que los aquejan (“la crisis económica se soluciona cuando no haya políticos corruptos”); alimentan la resignación (“no me importa si ellos roban, con tal que nosotros, el pueblo, podamos estar bien, que ellos se coman sus banquetes, pero que al menos recibamos las sobras”), la desesperanza (“este sistema todo es corrupto”), la antipolítica (“no creo en ningún político…mienten, roban y buscan su propio interés”) y hasta los más básicos instintos de castigo y venganza (“deberían meterlos presos a todos… quitarle sus propiedades…inhabilitarlos políticamente”).
En esa suerte de sabiduría convencional de la corrupción radica una falla común en muchos temas de interés público, esto es, la de confundir síntomas y efectos con causas. Los actos de corrupción ocurrirán en un ambiente propicio para ello, donde haya oportunidades de sacar provecho de una posición privilegiada o de poder, combinado con una baja o nula posibilidad de ser castigado. Cuando desde el más mínimo trámite público, como conseguir un documento de ciudadanía, declarar un impuesto o registrar una empresa es largo, costoso y complejo, se crea un caldo de cultivo perfecto para el soborno y la corrupción.
Ciertamente, es muy gravoso para la sociedad toda cuando un funcionario se apropia de recursos públicos para beneficio propio que, dada su escasez, redunda en alguna necesidad pública insatisfecha. Resulta fácil denunciar, por ejemplo, que no se termina de construir una biblioteca en una escuela pública porque alguien se está robando el presupuesto, perjudicando a esos estudiantes, a la calidad de la educación que reciben y a la sociedad en general. Pero lo más grave no es la apropiación indebida de un patrimonio específico, sino que en una sociedad donde reina la desconfianza en el ejercicio público de las funciones de gobierno, los ciudadanos actúan en consecuencia y se inhiben todas las iniciativas productivas que pueden multiplicar ese patrimonio. No es casualidad que las naciones prósperas dispongan de mecanismos sencillos, transparentes, ágiles y baratos para obtener información pública y cumplir con los procedimientos legales regulares.
No servirá de mucho condenar a varios años de presidio al que se robó el presupuesto de la biblioteca sino se cambian las condiciones que permitieron una conducta de ese tipo. ¿Acaso se han detenido los casos de corrupción en aquellos países que tuvieron un cambio de gobierno luego de destituir a un Presidente o a su equipo por corruptos? ¿O cuando una nueva generación de políticos asume el poder, bajo una bandera anticorrupción, con una propuesta de reformar la Constitución y las leyes pero que al final resulta en mayor concentración de poder para ellos y, con ello, nuevas fuentes de corrupción, o las mismas de antes pero con nueva vestimenta?
El reto está en modificar ese estado de cosas. Nunca ha sido una tarea sencilla, pero el objetivo es configurar una sociedad donde, a grandes rasgos, el político goce de un prestigio bien ganado por su accionar público, los partidos políticos sean centros de debate serios de políticas públicas y de formación de liderazgos responsables, los gobernantes ejerzan su poder con suficientes contrapesos y balances, y los ciudadanos tengan oportunidades e incentivos suficientes para desarrollar habilidades productivas que le permitan crear y adquirir propiedades y riqueza.
Artículo publicado por CEDICE
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