Teorías conspirativas y pandemia: ¿Cómo enfrentarlas usando la economía del comportamiento?

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Esta interesante columna describe, desde la economía del comportamiento, las causas que llevan a grupos a oponerse a las políticas públicas anti-COVID; y sugiere algunas vías de solución. Dado que la autoridad está deslegitimada, proponen reemplazar el modelo de comunicación desde arriba hacia abajo por otro donde la información fluya “desde las autoridades locales y sanitarias hacia otros agentes de la sociedad civil en forma de cascadas de información”. Creen que tal vez eso “pueda subsanar las profundas fallas del modelo de comunicación monocéntrico o presidencialista que hoy resulta estéril”.

Transparencia: Los autores no trabajan, ni son consultores o reciben financiamiento de ninguna compañía u organización que pudiera beneficiarse de este artículo, y no tiene que transparentar ninguna militancia política ni afiliación relevante más allá de su condición de investigadores.


La pandemia del COVID-19 ha develado un conjunto de problemas en la conducta humana de los cuales creíamos tener una comprensión clara, pero dadas las excepcionalidades de la situación, parecen esconder elementos ignorados que son cruciales para dar soluciones efectivas. En concreto, el fenómeno de la desinformación en el contexto de la pandemia ha sido particularmente dramático debido a la naturaleza colectiva de la enfermedad. Para reducir la externalidad generada por el virus, necesitamos cuidar de nosotros y de los demás bajo un contexto de gran opacidad respecto a la conducta de otros y de las propiedades del virus (Paniagua y Rayamajhee, 2021).

Sin embargo, esta requerida coordinación, que debe ser catalizada en parte por el Estado, presenta una resistencia acérrima por parte de quienes difunden teorías conspirativas sobre el virus y la vacunación, las cuales inducen a algunos a tomar conductas que dificultan la contención del COVID. Es decir, la desinformación y la opacidad tienden a exacerbar los problemas de coordinación en la sociedad, acrecentando las externalidades negativas de la pandemia.

Todo esto es problemático para las sociedades modernas y para nuestro futuro, ya que está desinformación y opacidad podrían exacerbarse con los cambios tecnológicos, lo que podría llevar a que la próxima pandemia resulte aún más difícil de combatir con datos, información y coordinación. Por suerte, existen ciertos avances en la economía conductual que podrían ayudarnos a identificar nuestras falencias cognitivas y poder así combatir la desinformación y la falta de cooperación. Aquí analizaremos cómo la situación descrita anteriormente se explica a través de los avances de la ciencia económica (i.e., la economía del comportamiento) y por un conjunto de sesgos cognitivos y psicológicos que se exhiben con mayor profundidad debido a la masificación de las redes sociales y de los avances en las telecomunicaciones, como la quinta generación de tecnologías de telefonía móvil (5G).

Dicho marco económico y conceptual permite entender por qué incurrimos en dichas conductas no-cooperativas y polarizantes (aún en situaciones tan graves e inéditas como la actual), así como evaluar una potencial solución en el contexto de la pandemia que sea compatible con las libertades individuales de los ciudadanos.

En primer lugar, resulta fundamental subrayar que la pandemia comenzó en un contexto de incertidumbre y desconocimiento colectivo: nadie entendía muy bien qué era el virus, cómo se contagiaba y propagaba, cómo prevenirlo, etc. Con base en este punto de partida de radical ignorancia es que se dio una dinámica casi de ensayo y error, en la que las sociedades fueron lentamente descubriendo lo que estaba pasando y actuando solo a medida que se fueron presentando hechos de salud pública más dramáticos.

Es aquí donde debemos descartar una posible primera aproximación económica a nuestro comportamiento a nivel individual y dada la amenaza vital. Según aquella primera perspectiva, necesariamente deberíamos internalizar la evidencia de cada suceso negativo para así perfeccionar nuestra comprensión del virus y prevenirlo de mejor manera. Claramente esto no ha ocurrido. Dicho en términos de teoría económica, pareciera que no nos comportamos como homo economicus de perfecta racionalidad y de fría calculación, sino que también hay un conjunto de emociones, sesgos y prejuicios que nos influencian de manera negativa (Thaler y Sunstein, 2008).

Una buena manera de caracterizar la dinámica con la que se toman las decisiones actuales es con dos sistemas de pensamiento.

El “sistema 1” es uno de estímulos rápidos e irreflexivos, emociones, intuiciones, etc., que utilizamos en nuestra vida diaria para realizar acciones simples. Por otro lado, el “sistema 2” es el que se encarga de tomar decisiones de mayor complejidad que requieren más atención y recursos cognitivos. Estos sistemas, aunque aparentemente contradictorios, trabajan complementándose aunque a veces pueden generar roces entre ellos (Kahneman, 2012).

Con base en dichos sistemas podemos identificar las dimensiones psicológicas que entran en conflicto cuando la desinformación se acrecienta durante una pandemia: la experiencia trágica de las muertes, crisis, contagios y demás datos objetivos sobre la gravedad del virus se presentan como evidencia que debería modificar nuestra conducta en base al sistema 2; mientras que el sistema 1 abarca potenciales prejuicios y sesgos que resisten dicho cambio racional en nuestra conducta.

Es este roce entre dos fuerzas potencialmente opuestas lo que nos hace susceptibles a caer en la desinformación, en las teorías conspirativas y, finalmente, en contribuir con la propagación del virus a través de una subproducción de autocuidado.

Hay que comprender entonces cómo se construyen esas fuerzas en pugna actualmente, para lo cual es fundamental considerar el rol de las redes sociales. El hecho de que la globalización ha interconectado los flujos de información –y con ello facilitado la masificación de fake news– ha implicado una pérdida de autoridad de facto de los medios tradicionales de comunicación y una facilidad para informarse con base en fuentes que confirmen los sesgos existentes (autoselección) (Patino, 2020).

Esto genera una especie de efecto de “silo digital” que nos aísla de cuestionamientos razonables y confirma nuestros sesgos preexistentes (Soto Ivars, 2017), lo que es crítico en situaciones como la pandemia del COVID, en la que se requiere una amplia colaboración entre la ciudadanía y las autoridades que permita controlar la externalidad con base en información fidedigna y su diseminación oportuna.

Esto se agrava aún más cuando se dan señales contradictorias entre distintas figuras de autoridad, tal como sucedió en USA con el expresidente Trump, quien caracterizaba con menor gravedad la real situación de la pandemia con respecto a los medios de comunicación y gran parte de la élite americana.

“En su célebre libro Las trampas del deseo Dan Ariely muestra que cuando nos exponemos a situaciones con fuertes emociones inmediatas, estas nos hacen incurrir en acciones que no realizaríamos si pensáramos de manera más fría”

Similares dinámicas ocurrieron también en Brasil con el presidente Jair Bolsonaro. Todo esto confluye para generar una fuerte resistencia en el sistema mental de tipo 1 que puede desencadenar los comportamientos de desinformación y de violencia o cuestionamiento contra la autoridad que contradicen las indicaciones de la autoridad sanitaria, exacerbado la pandemia.

De hecho, la situación antes descrita se condice con los resultados de la investigación del economista del comportamiento Dan Ariely (2008), quien analizó los sesgos de los estudiantes de la UC Berkeley y que están descritos en su célebre libro Las trampas del deseo. En dicho trabajo, Ariely muestra que cuando nos exponemos a situaciones con fuertes emociones inmediatas, éstas nos hacen incurrir en acciones que no realizaríamos si pensáramos de manera más fría. Sucede lo mismo en el escenario pandémico; las emociones del sistema 1 son tan fuertes (y las referencias del entorno digital auto confirman y exacerban estos sesgos emocionales) que sobrepasan al sistema 2 que requiere de más tiempo para poder operar con racionalidad.

Ahora bien, ¿qué se puede hacer en esta situación? Quizás la solución a dichos sesgos cognitivos exacerbados por las redes sociales requiera de dos partes. Primero las autoridades y quienes trabajan en políticas públicas necesitan prestar mayor atención a los famosos “espíritus animales” de Keynes[1], tan propios de todas las personas y que distorsionan nuestra racionalidad para tomar decisiones.

La idea es considerar aquellos “espíritus animales”, con el fin de internalizarlos en las decisiones y acciones que se tomen a nivel de política pública sanitaria, sobre todo cuando se consideran los discursos y las formas en las que se comunica y codifica la información clave sanitaria, que luego recibirán los ciudadanos propensos a utilizar rápidamente el sistema mental 1, sin mucha deliberación (Akerlof, Shiller, 2009). Por ejemplo, puede resultar contraproducente anunciar a la ciudadanía que se obtendría la tan ansiada “inmunidad de rebaño” en tan solo algunos meses, ya que este anuncio genera expectativas exuberantes y sobre-optimistas en las personas, exacerbando sus “espíritus animales” y llevándolas a actuar en contra de las indicaciones sanitarias.

Como hemos visto en Chile, una comunicación exitista, superficial y poco seria —que no considere los “espíritus animales”— puede ser no sólo contraproducente para la política pública, sino que incluso hasta dañina a la hora de poder reducir las externalidades propias del virus.

En segundo lugar, hay que tener en cuenta también las limitaciones del control gubernamental, tanto en su dimensión epistemológica, ya que las autoridades sanitarias están compuestas de humanos igualmente vulnerables a los sesgos que hemos descrito, por lo que no siempre tienen la verdad (Ostrom, 2011), así como también en su dimensión fáctica: como se ha dicho repetidamente, es imposible controlar, monitorear y sancionar a cada persona en todo momento, por lo que se requiere autocuidado, autogestión y, en el caso de la desinformación, criterio propio, con el objetivo de co-producir en conjunto la distancia social requerida para bajar el ritmo básico de reproducción del virus (R0<1) (Rayamajhee et al., 2021).

Debemos además tener presente los altos riesgos de que la creciente lista de supuestos sesgos cognitivos pueda servir como una “varita mágica” política y que los gobiernos de turno los invoquen para argumentar desviaciones de la “racionalidad” de todo tipo y así justificar crecientes intervenciones en la vida diaria de las personas (Rizzo y Whitman, 2019).

En consecuencia, hay que llegar a un sano equilibrio entre la tensión de prevenir que los sesgos cognitivos de las personas y que sus impulsos irracionales generen resultados altamente costosos socialmente (en el contexto de la pandemia, mayores contagios y muertes) y, a su vez, resguardar los espacios de libertad en donde las personas toman decisiones sin un permanente paternalismo gubernamental (Rizzo y Whitman, 2019). Esto se podría lograr, por ejemplo, a través de mejores canales de comunicación entre las autoridades y la ciudadanía, al segmentar los canales digitales de información con contenido distinto —pero siempre basado en la evidencia— que llegue a los diferentes segmentos de la población que son usuarios intensos de diversas plataformas de comunicación.

Además, debemos reconocer que, si la autoridad política en muchos países está tan cuestionada o deslegitimada, como en el caso chileno, quizás el comunicar información de forma unilateral, desde arriba-hacia-abajo y a través de una figura política como un presidente, no sea el mejor modelo de diseminación de la información para sociedades altamente paralizadas y digitalizadas. Quizás entonces, sistemas anidados, en donde la información fluya desde las autoridades locales y sanitarias hacia otros agentes de la sociedad civil en forma de cascadas de información, puedan subsanar las profundas fallas del modelo de comunicación monocéntrico o presidencialista que hoy resulta estéril de cara a sociedades crispadas y altamente sesgadas por las redes sociales.

De hecho, ambas partes de este equilibrio de políticas públicas que subsane los sesgos cognitivos, pero que además evite el sobre-paternalismo moderno, pueden ser compatibles, y hasta cierto punto, es la consecuencia más lógica de aquel “paternalismo libertario” propuesto por el Premio Nobel de Economía Richard Thaler y su coautor Cass Sunstein (2011).

Este esquema propuesto por los autores, aplicado al contexto de la desinformación pandémica, implicaría que en términos generales reconocemos que las personas pueden discernir qué es conspiración y qué no, pero la autoridad política hará esfuerzos regulatorios para minimizar la exposición y la influencia negativa que los portavoces que estas teorías conspirativas tienen, en coordinación con los medios de comunicación, la comunidad científica y otras instituciones (Patino, 2020). En función de cómo las personas respondan a estas reglas de comunicación y los resultados que se obtengan, es que se alteran las medidas de exposición comunicacional (atendiendo al contexto específico de cada ciudad, región, etc.). Lo fundamental aquí es siempre tener considerada la fuerza emocional (el sistema 1) presente en las rápidas decisiones que se toman a nivel ciudadano, de manera que estemos operando bajo supuestos realistas.

En conclusión, las particulares circunstancias que hemos vivido desde el comienzo de la pandemia hace ya más de un año han dado lugar a un ambiente tenso donde los falibles mecanismos por los cuales tomamos decisiones sesgadas han sido claramente evidenciados. En vista de los sesgos cognitivos identificados por la economía del comportamiento, resulta claro que la modelación de supuestos agentes racionales obedientes a incentivos y puniciones —esquema tradicional de los modelos de microeconomía que se enseñan en todas las facultades de economía— es francamente deficiente y limitado para nuestra comprensión de muchos fenómenos colectivos como las externalidades negativas biológicas (pandemias) o climáticas (calentamiento global). Actualmente la consideración del aspecto emocional y de los sentimientos morales inherentes a los seres humanos no solo es un elemento teórico de gran discusión académica que pone en jaque a la estrecha forma de entender la economía como un mero ejercicio matemático de maximización (Smith y Wilson, 2019), sino que además es la pieza clave para que logremos minimizar el daño que esta crisis ha hecho y seguirá haciendo en nuestras libertades y a nuestro progreso civilizatorio, manteniendo además una visión crítica de cara a un excesivo paternalismo conductual (Rizzo y Whitman, 2019).

 

Por

Pablo Paniagua

Investigador Senior de la Fundación para el Progreso. Ingeniero Civil Industrial de la Universidad Técnica Federico Santa María, Magíster en Economía y Finanzas de la Universidad Politécnica de Milán Italia, y PhD en Economía Política de la Universidad King’s College London. Sus investigaciones académicas han sido publicadas en distintos libros y revistas científicas internacionales como Journal of Institutional Economics, Review of Political Economy, Constitutional Political Economy Journal, y Review of Social Economy, entre otras.

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