Los robots no pagan impuestos, ni cotizan a la Seguridad Social. Tampoco lo hacen los plásticos, ni el tabaco, ni los combustibles, ni la Coca-Cola. Las personas siempre acabamos pagando los impuestos.
La corrección política en su versión fiscal gira en torno al siguiente axioma: el único problema de los impuestos es cómo aumentarlos. Se supone que el gasto público no puede bajar, con lo cual cualquier desequilibrio en la Hacienda, o en el sistema de pensiones de la Seguridad Social, nunca puede ser considerado un problema de gastos excesivos, sino de ingresos insuficientes.
Esto es más que dudoso, pero el grueso de los analistas pasa púdicamente por encima del asunto, asegurándonos que la fiscalidad es solo una cuestión técnica, cuantitativa, que pasa por investigar cómo expandir los ingresos públicos; y que todo lo que sea cuestionar la naturaleza y dinámica del Estado y sus finanzas nos aparta del marco científico, y nos extravía en estériles cápsulas ideológicas.
Sin embargo, quienes así razonan, en realidad, siegan la hierba debajo de sus pies. Al ser incapaces de aportar una teoría robusta sobre el Estado y la lógica del poder político, no abordan las contradicciones de los sistemas fiscales, y van saltando de una propuesta imaginativa a la otra, presentándonos sucesivos bálsamos de Fierabrás. Es el caso de hacer que paguen los robots.
La argumentación florece en falacias, y se nos dice que los robots destruyen empleo, bajan cotizaciones e ingresos públicos, e impiden la redistribución de la riqueza. Hay que hacer algo, concluyen. Podrían empezar cuestionando dogmas. El secretario general de UGT, Pepe Ávarez, aseguró: “La robotización creará empleo, pero no el suficiente con respecto al que destruye. Es urgente revisar las fórmulas de protección y fiscalidad que equilibren la sociedad”. Carlos Bravo, de CC OO, aplaudió el castigar impositivamente el aumento de la productividad: “se favorece la innovación, gravando el resultado, no la adquisición”. Añadió otro clásico: hay que subir los impuestos porque en Europa son más altos, con lo cual tenemos mucho “margen”. En suma: “Necesitamos, más que nunca, redes de protección vía impuestos”. Los líderes sindicales no pregonan estas cuestionables consignas en solitario, porque no pocos expertos han propuesto también aumentar el Impuesto de Sociedades, o castigar fiscalmente a las empresas que sustituyan mano de obra por robots.
Esta argumentación es endeble, e ignora en particular el punto que deseo subrayar en este artículo: los robots no pagan impuestos. Es decir, la mayor presión fiscal será descargada en primera o última instancia sobre las personas, de formas no siempre fáciles de precisar, pero que conviene tener siempre presente. El proceso parece a menudo paradójico, como nos explica la teoría de la incidencia fiscal. Así, los impuestos sobre las cosas recaen sobre la gente, en proporciones diversas según las elasticidades de oferta y demanda; los gravámenes a las importaciones los pagan los exportadores; las ayudas sociales son también sanciones; y la persecución a las empresas acaba perjudicando a los trabajadores.
Quizá una forma de empezar a analizar seriamente el problema sería percibir que el Estado nos protege a todos de todo. Menos de él.
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